‘After’ a ritmo de tamboril

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Seis de la mañana. Pongamos que es una buena hora para que comience un ‘after hour’. En castellano corriente, una sesión que alarga la jarana nocturna, que empieza a oscuras y termina clareando, aunque aventurar la hora exacta de cierre no es tarea fácil. Enfrentarse al mundo exterior ante un sol ‘relumbiante’ es una decisión dura e intransferible. De esas que no se toman al instante. Es muy probable que la mona te haya gritado horas antes que la lleves a dormir, pero como no es ella quien decide, al final os dan las milquinientas a las dos.

En una parecida puedes encontrarte si quieres cada fin de semana, lo cual no tiene (casi) nada de extraordinario. El mérito, sin duda, está en los ‘after’ de las fiestas de pueblo, por la improvisación y el exitoso resultado. Termina la orquesta de turno, esa que en el 99% de los casos ya conoces de otros años o de haberla acompañado en sus giras por la comarca. «No se sabeeen ninguna de Los Suaveees». «¡El Paquitooo!». En el 98% de los casos esas peticiones ya fueron satisfechas, pero siempre hay exaltados que intentan que se repitan los momentos más gloriosos. Gente con escaso poder de convencimiento. Mala suerte. Otra vez será. Cuando los músicos recogen el primer cable, de todos es sabido que lo mejor es ir pensando en despejar.

Cambio de escenario. De repente, mientras te ubicas en la peña de al lado, donde rellenas el vaso con otros cuatro, puedes verte rodeado de treinta bailongos aparecidos como por arte de magia en un cuarto de reducidas dimensiones. Una situación que se alarga durante horas sin miramientos de reloj. Algún iluminado siempre se compadece de los estómagos ajenos y decide improvisar un convite de tortilla, empanada y embutido. Y así, unos a dos carrillos y otros maldiciendo su despiste en la caza de bocado, aparece el gran instrumento. En cuanto el sonido del tamboril se mezcla con la canción del verano sabes que ese espectáculo no se paga con ningún pase vip de ninguna discoteca de moda de ninguna gran ciudad. Que menuda la que se están perdiendo. Pides otra y cae «La polla y los huevos». El público se viene arriba y no duda en marcarse después el baile del botellín de cerveza. Oigan, y bien bailado, que no se diga que son las horas que son.

A partir de entonces ya puedes apuntar nuevos aficionados a la música tradicional y a las danzas populares. Es importante no confundir tamborilero de ‘after’ con tamborilero oficial. Éste último, el que recorre las calles del pueblo horas antes de la misa y sorprende sin piedad a sus víctimas (como se compinche con tu familia puede amenizarte el despertar a los pies de la cama), está ahora mejor visto por la juventud trasnochadora. Los últimos no dudan en hacer el paseíllo con el buen hombre para indicarle la ventana exacta donde debe actuar. Casualmente, la de amigos que se retiraron a tiempo y llevan un par de horas en la ‘hulera’. Pero acostarte con música de tamboril y despertar con lo mismo hace menos duro el trance. La cabeza está acostumbrada a ese sonido.

Costumbre de mañaneo que se mantiene desde antaño y costumbre de ‘after’ creada cuando a uno de la cuadrilla le dio por acordarse del tamboril a las tantas. Las dos, costumbres que se complementan. Una tras otra y en diferentes temporadas. Quien dice canción del verano dice canción más escuchada del invierno. Sin necesidad de ensayos. Basta con que sean las fiestas del pueblo y baile hasta ‘el rubio de Samaniego’. Aquel que vino de Londres.

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